EL DIBUJO ES LA TAREA
incesante que atraviesa la vida entera de
Picasso, desde los ejercicios aplicados de su infancia de niño pintor
a los garabatos furiosos de la última vejez.
Para un aprendiz
que se educaba en la disciplina
académica impartida por su padre, el dibujo era la etapa primera del
aprendizaje, en su doble cualidad de observación atenta y destreza manual. Que
Picasso abandonara muy pronto y muy descaradamente la tradición a la que
pertenecía su padre no quiere decir que no siguiera alimentado e influido por
ella, unas veces de manera explícita, para caricaturizarla o para rendirle
homenaje, y otras con la naturalidad de lo instintivo, con una familiaridad que
le permitía apropiarse a capricho de cualquier período o estilo de la historia
del arte, de cualquier elemento de
su vocabulario visual.
De niño Picasso
dibujaba copiando para aprender de las formas clásicas, y después dibujó
muchas veces para examinar como al microscopio las obras ajenas que le
importaban o que le intrigaban y el
espectáculo cotidiano de la realidad, las fantasías del deseo y de la
imaginación mitológica.
En Picasso el dibujo es una disciplina y es también un hábito y
un vicio, un automatismo incesante, una parte de esa hiperactividad que le mantenían continuamente ocupadas la
mirada y las manos. Dibujaba como respiraba, con una fluidez que parecía
excluir la deliberación y sin embargo producía siempre resultados exactos, como
cuando hacía un collage fulminante
con cuatro cosas encontradas en el suelo del taller,
o como esas veces, en su época con Dora Maar, en las que, para consolarla a ella de la pérdida de un
perrito, hacía extraordinarios retratos de él estrujando y doblando servilletas de papel del restaurante en el que comía
juntos. Fechaba cada dibujo con un
cálculo más bien administrativo de catalogador de sí mismo, pero también con un impulso
de marcar su instantaneidad, su cualidad de obra
empezada y terminada
en un día, como se apunta la fecha en una entrada
de un diario, una escritura
no premeditada ni reelaborada, sino lanzada sobre el papel como una mancha
de tinta. Decía
De Kooning que un cuadro,
aunque se le hayan dedicado semanas o meses, ha de parecer
que ha sido pintado en un solo día. Esa velocidad es la
garantía de la frescura de lo realizado: un dibujo que toma solo unos minutos;
un cuadro pintado como
dibujando, sin solemnidad, sin preparativos, como se arma la figura de una paloma
en un ejercicio de papiroflexia, o como esos retratos asombrosos del perrito de Dora Maar, papel estrujado y agujereado y
animal al mismo tiempo, metamorfosis de la materia más vulgar.
Estudio de Picasso. Foto: Eduardo Westerdahl
Brassaï tomó fotos de algunas de aquellas invenciones fugaces,
que de otro modo no habrían dejado rastro. También
dio cuenta, en su libro de conversaciones con Picasso, de los millares
de dibujos que ocupaban cajones, estanterías, armarios, en su estudio de la calle de los
Grands-Agustins. Sacaba un cuaderno y le mostraba a Brassaï hojas y hojas de dibujos eróticos
de una indecencia arrebatadora. Se fijaba en las fotos de graffiti que tomaba Brassaï y le confesaba que más de una vez había
tenido la tentación de pintar él también en las paredes, cuando nadie lo viera,
como esos artistas anónimos que en una fachada ruinosa de París eran capaces de
invocar las formas más primitivas, las más sagradas, de la imaginación visual
humana. El dibujo abarca la vida completa de Picasso del mismo modo que él
resumía la historia entera del arte en el ahora simultáneo de sus invenciones,
en un presente eterno donde se conectaban o resonaban entre sí figuras
separadas por muchos siglos, por milenios.
En el principio
de sus Aspects of the Novel,
E. M. Forster
dice que él no se imagina
a los grandes escritores en la sucesión
cronológica de sus vidas, sino trabajando todos al
mismo tiempo, en diferentes escritorios, en una gran sala común.
Para un lector, para un
aprendiz de escritor, toda la
historia de la literatura está sucediendo ahora mismo, con la misma relevancia,
aunque de Joseph Conrad lo separen cien años, cuatrocientos de Cervantes, dos
mil de Virgilio. Uno mira estos once dibujos de Picasso y la secuencia de las
fechas indicadas en ellos es mucho menos relevante que la intemporalidad común
con la que se presentan a nosotros. Las dos mujeres desnudas de un dibujo del
22 de diciembre de 1966 tienen mucho que ver con la iconografía prostibularia
de las "Demosielles d’Avignon", pintadas
sesenta años antes. El dibujo del toro atacando a un caballo es de 1921, pero parece
contener el germen
de "Guernica": el toro embiste
co una especie de serena mansedumbre, como un toro bravo que en
realidad fuera muy pacífico, pero el cuello alzado y torcido y la boca abierta
en un relincho de pánico del caballo ya
está anticipando la vehemencia panfletaria y heroica del gran cuadro de 1937.
Los “Personajes en la playa”, dibujados con tanta simplicidad, tan inmediatos
en su efecto, despiertan asociaciones que por una lado nos llevan a Cézanne, y
de él a Poussin, y de Poussin a las actitudes
decorosas de la tradición académica; y por otro lado esa escena casi antigua y
casi mitológica se anima de una modernidad igualmente visible, y estamos viendo
un dinamismo de ejercicios deportivos como los que muy pronto –el dibujo es de
1921– iba a celebrar el art déco: la línea de la playa y la del horizonte podrían
ser las cuerdas
de un ring, y el personaje central
un boxeador, o un jugador
de rugby a punto de lanzar la pelota...
Jaume Sabartés le dijo a Brassaï que Picasso conservaba fresco en la memoria todo lo
que había ido viendo a lo largo de su vida, todos los cuadros
que había contemplado y estudiado; y que por eso,
cuando acercaba el lápiz o el pincel a una hoja de papel, no se sabía nunca lo
que iba a brotar del gesto de la mano. Ruptura y conexión son simultáneas en Picasso. En estos dibujos que cubren casi cincuenta años de su vida
–faltan las primeras
épocas, todas las idas y venidas anteriores a la nueva
aproximación al clasicismo– se ve que Picasso descartaba muy pronto y
sin ningún escrúpulo cada manera particular que adoptaba, huyendo de la trampa
paralizadora del estilo, y también que igual que rompía consigo mismo se
revisaba y hasta se parodiaba. La “Tête” de 1944 somete la forma a una voluntad
de abstracción que es tan obscena como devastadora: los cabellos como cilios de
un infusorio, la nariz como un hocico, los ojos dos botones en una cara
dibujada en la pared de un retrete, la boca como un sexo. El trazo, que tantas
veces puede ser delicado y preciso, aquí tiene una sequedad sumaria, un
arranque de furia: seguimos la presión desigual del pincel empapado en tinta, la tinta disolviéndose en agua. Podía ser el dibujo de un ídolo primitivo o el boceto de una escultura de Julio González.
En “Le déjeuner”, donde las líneas se prolongan tan sinuosamente
como líneas melódicas en una pieza de
cámara de Debussy, hay un personaje masculino de perfil que mira a las mujeres desnudas con un gran ojo arcaico, un
ojo mesopotámico o egipcio, y también otro
personaje –su sexo confirmado por la
barba– que dibuja tendido bocabajo en
el suelo, en una actitud a la vez de indolencia y laboriosidad. En “Desnudo femenino con figuras” el varón mira a la
mujer desnuda que despliega ante él su abundancia carnal de diosa o ninfa jamona de Rubens, y también de mujer de Picasso, de nuevo de la época de las demoiselles, o
incluso antes, de cuando aprendía de Toulouse-Lautrec.
Hombres que dibujan y hombres que miran: los de “Les déjeuners”
detenidos en una edad fuera
del tiempo, entre
Giorgione y Courbet
y quizás el recuerdo de los veraneos en la Costa Azul de los años veinte;
el hombre de “Desnudo femenino
con figuras” viejo y algo ridículo, calvo, como un
mosquetero jubilado y tronado, contemplando una belleza venal que despierta su
deseo pero no revive su potencia extinguida, con los ojos muy abiertos frente a la mujer desnuda
y una actitud entre reflexiva
y melancólica, una parodia de
caballero español pintado por Velázquez o
el Greco, probablemente engañado por esa Celestina que parece una celestina
sórdida de Goya. Puede haber tristeza y resignación, mucho de autorretrato en
este dibujo hecho por un anciano que se acerca a los noventa años: pero qué
lujo en la línea que dibuja la curva del vientre joven y el botón del ombligo,
que subraya el volumen del culo y los muslos y precisa la forma de los pechos y de los pezones,
qué lujo de la forma plena, de la maestría depurada pero no malograda por el
tiempo, qué energía en el rayado del carboncillo y en su contraste con el rojo de la sanguina, qué estallido de risa por encima de la gran tristeza de la vejez.
Quizás ahí está
el resumen, una parte del secreto, de la atracción que ejercen sobre nosotros
los dibujos de Picasso, quizás más infaliblemente que sus pinturas. El dibujo es la caligrafía íntima, el gozo elemental de la acción,
lo más tangible y artesanal del oficio y también lo más
aventurado, lo que se hace en un instante y puede quedar en un cajón o caer al suelo desde una mesa atestada de
papeles, lo terminado en los minutos de espera en un restaurante,
entre el ruido de las conversaciones y las copas,
la disciplina máxima y la libertad máxima, la invocación de cualquier
imagen de la historia del arte y cualquier recuerdo de la propia vida o de
cualquier momento de tantos años de trabajo. Hay una sensualidad en el papel,
en su grosor, en su textura, en el rumor del lápiz cuando se desliza. Hay un
atrevimiento y un juego en dibujar con
todo detalle un sexo femenino y un espesor de vello púbico y al mismo tiempo dibujarle a una mujer desnuda un
perfil de sacerdotisa cretense. Y es osado y gustoso, a los ochenta y dos años,
retratar a alguien como una cabeza de monigote con ceras de colores y rasgos de
dibujo infantil, y hacerlo con tanta desenvoltura que se note en el trazo mismo
la rapidez entrecortada de la ejecución, puro juego en el que la niñez lejana y
la ancianidad se vuelven simultáneas, maestría jubilosa, limpia del tedio de las solemnidades del estilo.
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